Una salida por el síntoma

Volver a “¿La violencia, amo de la época?”

EDGAR VÁZQUEZ

En torno a los problemas abordados en distintos momentos y espacios en el Programa de Investigación de Psicoanálisis y Criminología, también ahora en este Seminario, a menudo nos surgen preguntas acerca de cómo podría el analista intervenir en situaciones tan complejas, a veces crudas, descarnadas, como las que nos encontramos en estos espacios de trabajo. Se vuelve decisivo poder decir algo sobre el quehacer del analista, puesto que no alcanza con decir que trabajamos con la escucha, hay que poder decir algo más sobre lo que hacemos con eso que escuchamos. En ese sentido, podemos aquí recordar que la primera gran discusión en la historia del psicoanálisis con niños se presentó justamente a partir de dos posiciones inconciliables que debatían lo antes mencionado: se puede hacer lugar a lo que tengan para decir y encontrar con ellos un arreglo al malestar, que era la propuesta kleiniana; o bien, se les puede hacer hablar para mostrarles lo que deberían decir, que era la postura de Anna Freud. En su Conferencia 23, Freud señala ciertas manifestaciones sintomáticas en los niños que “… no se las ve, se las juzga signos de maldad o de malas costumbres y aun son sofrenadas por las autoridades encargadas de la crianza…”, indica que a todas esas manifestaciones hay que individualizarles, aunque en la mayoría de los casos se trata de un monto de angustia no ligado.
Propongo entonces examinar tres indicaciones clínicas muy precisas que nos pueden orientar en relación al lugar del niño en la época actual y también sobre qué posición conviene encarnar al analista en aquello que promueve con su escucha.
En primer lugar, un aforismo de Éric Laurent que a primera vista es de una notable sencillez, pero que entraña toda una serie de complejidades de las que conviene estar advertido, él dice “Proteger al niño del delirio familiar”. Empecemos por la segunda parte de la frase, lo que concierne al delirio familiar, de ahí la familia es un término que de entrada va a estar cuestionado, ya que no es un campo homogéneo, verificamos cada vez más que como institución religiosa o jurídica, como ficción o como unidad elemental de la sociedad pierde consistencia y da lugar, más bien, a variedades de la parentalidad, no se trata más de “deberes recíprocos perfectamente definidos y cuyo conjunto forma una parte esencial del régimen social…” que regulaba a las sociedades antiguas, sino de la consolidación del pasaje de las leyes de alianza al régimen de la propiedad. Derivamos de ello que su primera consecuencia sea poner en cuestión los términos “clásicos” de lo que constituye una familia, y frente a la dificultad de poder definir qué es un padre o una madre, Laurent ubica el delirio familiar cuando emerge un discurso –no solo al que se origina en la familia, también en la ciencia, la educación, las psicoterapias, etc.– que coloca al niño como índice y garante de que hay una familia, que el niño pertenece a la familia, que es un bien, no del lado del ideal, sino del objeto. Objeto de goce de la familia y de la civilización, objeto de pasiones, a veces tiernas y articuladas con la vida, otras con una presentación voraz y mortífera, que puede llegar a estar disfrazada de buenas intenciones, de actuar en nombre del amor y del bien. Habiendo avanzado con estas precisiones sobre el delirio familiar, volveremos más adelante con la primera parte de la frase “Proteger al niño”.
La segunda indicación la tomamos de Miller, cuando se pregunta si la violencia en el niño debe ser considerada un síntoma, fiel a su estilo y siguiendo la lógica de una pregunta planteada así, responde que no, pero sí… No lo es en la medida en que no se trata de una sustitución de la satisfacción pulsional, definición freudiana del síntoma, que es en cambio la pulsión misma satisfaciéndose acéfalamente, sin razón y sin medida, no hay ahí por lo tanto agente de la violencia, sino un cuerpo tomado y respondiendo a esa inscripción sin mediación de lo simbólico. Podría ser un síntoma, sí, cuando se le puede leer en su vertiente histérica, esto es, como sustituto de la insatisfacción de una demanda de amor. Este planteamiento nos orienta en relación al diagnóstico diferencial, es cierto, pero más allá de eso, sugiere al analista no tomar de entrada y sin cuestionamiento el significante “niño violento” impuesto por los padres, la institución o quienquiera que lo asigne, indica en cambio proceder con dulzura y, que sin prestarse a ser el garante de la realidad social, pero sin desconocerla, que el analista pueda reparar un fallo, un desfasaje en lo simbólico o reordenar la defensa y adecuarla a fines, promover el rechazo de un goce en lo real para poder alcanzarlo luego bajo la lógica de lo simbólico, distinguiendo entonces rebeliones saludables de violencias erráticas.
La tercera indicación la tomamos de Lacan, de su Alocución sobre las psicosis del niño, cuando nos recuerda la operatoria específica del psicoanálisis en relación al fantasma, esa soldadura que se produce entre el sujeto y el objeto a y las consecuencias particulares de que en el discurso familiar el cuerpo del niño sea tomado en el lugar de ese objeto, distinguiendo que opere “como”, lo que implica una sustitución mediada por la función simbólica de un padre, a que opere en “el lugar de”, posición de alienación, de realización, o de oferta en calidad de soborno al fantasma, según dirá en un texto posterior, que es finalmente una función carente de toda mediación. Desconocer esta lógica, implica adoptar –aunque sea inadvertidamente– el criterio de adaptación a las instituciones, lo cual es equivalente a decir que es entregar al niño al delirio familiar según lo desarrollados hace un momento. Oponerse a que “sea el cuerpo del niño el que responda al objeto a”, divide las aguas entre las maniobras que apunten a producir un adecuamiento de las respuestas de ese cuerpo o la restitución de un estado anterior, que es el anhelo terapéutico, de otras que buscarían la producción de un estado, que es también un arreglo pero que no tiene antecedentes, según lo que comentaremos a continuación y que es nuestra brújula analítica.
Para concluir y volviendo a la frase de Laurent, se puede ya dejar ver que ese “Proteger al niño” no tiene un afán asistencialista ni caritativo, es que el analista pueda: “permitirle [al niño] orientarse, encontrar su camino, discernir cómo fue producido por el aborto del deseo paterno, de los impasses de la producción del niño como objeto en la civilización, puede y debe darse los medios de hacer, a su vez, un plano del edificio, condición para que encuentre una puerta de salida que le permitirá construir una solución viable”. Que lo anterior permita al niño la invención de una solución que le haga soportable la vida, eminente premisa freudiana; que el niño pueda, siguiendo a Lacan, acceder a un derecho que el psicoanálisis reivindica, el derecho al síntoma.

Ciudad de México, 8 de junio 2023.