Elementos de una experiencia
“… la cuestión que se plantea es saber qué es lo que, al lado del acto psicoanalítico -tal como fue definido por Lacan-, puede situarse como acción psicoanalítica o incluso como acción lacaniana -me atrevo a decirlo- para dar a ese acto psicoanalítico las consecuencias que puede tener en la sociedad”.
J.-A. Miller
Este pequeño epígrafe, que extraigo del curso de J.-A. Miller Un esfuerzo de poesía, orienta mis reflexiones sobre la temática que hoy nos convoca.
Lo primero que quisiera señalar es que al considerar el título de la actividad que nos convoca esta tarde –“Efectos analíticos en las instituciones” –, encuentro una doble vertiente de lectura del mismo. De una parte, apuntaría a los efectos que pudiésemos considerar analíticos, y que advendrían como consecuencia del trabajo y la presencia del psicoanalista en una determinada institución
Pero, por otro lado, podría también hacer referencia a los efectos que de dicho trabajo pueden retornar sobre el sujeto que lo conduce, en tanto analizante -condición sine qua non-, y tener efectos que podemos considerar analíticos.
Ya con relación al epígrafe, encuentro de especial interés la caracterización precisa que Miller hace de la acción lacaniana, como aquella que puede situarse al lado del acto psicoanalítico, para darle a dicho acto las consecuencias que puede tener en la sociedad. Si Lacan señala en el Acto de fundación que la intención es que la Escuela como el organismo debe “conducir la praxis original que él instituyó bajo el nombre de psicoanálisis al deber que le corresponde en nuestro mundo”, Miller considera que puede haber al lado de esa práxis, es decir, del acto analítico, una acción que pueda dar de dicho acto las consecuencias para la sociedad. Los términos “acto” y “acción” se distinguen pero, de alguna manera, se articulan. La “acción lacaniana” trabaja para a dar al acto analítico consecuencias en la sociedad.
En esta vertiente, se trata de una acción que no es, entonces, sin el acto analítico y sus efectos sobre quien sostiene dicha acción. Implica, por lo tanto, la posición analizante, condición necesaria de posibilidad para que se produzca algún efecto analítico en la sociedad o diré, de acuerdo con nuestro contexto de hoy, en una institución.
Desde la época de Freud los psicoanalistas han contribuido al trabajo institucional en múltiples formas. Ya en su texto “Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica”, de 1918, Freud anticipa algo de esto cuando muestra su preocupación respecto a cómo hacer para que el psicoanálisis llegue a más personas y a sectores a los que no podía llegar en ese momento. Tiene en mente, entonces, el problema de ofrecer a sectores amplios de la sociedad los beneficios terapéuticos del psicoanálisis.
Anticipando esa posibilidad, señala en ese mismo texto que cuando ello ocurra “nos planteará la tarea de adecuar nuestra técnica a las nuevas condiciones” y concluye afirmando que en esas condiciones, cualquiera sea la forma que tomen estas intervenciones “sus ingredientes más eficaces e importantes seguirán siendo los que … tome del psicoanálisis riguroso”.
En su curso El ser y el Uno, J.-A. Miller, en un contexto diferente, afirma algo que va, sin embargo, en esa misma línea y que es aplicable, sin duda, a lo que es la experiencia del psicoanalista en las instituciones. Miller habla de “adaptar el instrumento … cuidando de ser fiel a los fundamentos de la experiencia”.
Encontramos, dentro del Campo freudiano, instituciones que tienen su origen en el esfuerzo y la determinación de colegas que, a partir de su interés por un determinado campo de experiencia, estructuran dispositivos institucionales concebidos e iluminados por los conceptos y la orientación del psicoanálisis lacaniano. Para el caso que nos interesa, el psicoanálisis de orientación lacaniana. Conocemos algunas de ellas: “Le Courtil”, en Bélgica, creada por Alexandre Stevens; La demi lune, en Burdeos, creada por Alexandre Stevens; y otras. Son experiencias que están en una relación mucho más directa con las consecuencias del acto analítico en la sociedad.
Ahora bien, hay otras situaciones institucionales en las que, más allá de las necesarias y delicadas adaptaciones del instrumento para mejor servirse de él, hay otras condiciones que se ponen en juego en cuanto a la posibilidad de dar al acto psicoanalítico las consecuencias sociales que puede tener.
Son instituciones que responden a otro tipo de desarrollos de la civilización (Instituciones Educativas en todo el ciclo de formación académica, desde la educación primaria hasta la Universidad; Instituciones que prestan y ofrecen servicios de atención en salud y también las llamadas Instituciones de salud mental, entre otras), en las cuales la presencia y la inserción del psicoanalista es posible pero no necesaria y que plantean al psicoanálisis y al psicoanalista retos no exentos de dificultades.
En cuanto a estos retos y dificultades, tenemos de Freud mismo una honesta y conmovedora confesión que si bien no proviene de una experiencia personal de trabajo institucional, es causada por la lectura de un relato referido a una situación específica. Dicha confesión está consignada en la breve carta que le envió a Istvan Hollos, y sobre la cual Miller comenta en la clase 3 del Curso Sutilezas analíticas. Hollos fue un psiquiatra y psicoanalista húngaro, que se analizó con Paul Federn y fue cofundador en 1913 (junto con Sandor Ferenczi, Sandor Rado y Hugo Ignotus) de la Sociedad Psicoanalítica de Budapest. Él narró, en una novela de 1927, Mis adioses a la casa amarilla, sus experiencias clínicas con los locos que tenía a su cargo como médico jefe del hospital psiquiátrico de Lipotmezo, en los alrededores de Budapest. De dicha novela, envió un ejemplar a Freud. La nota de agradecimiento que Freud le escribió está llena de ricos matices, pero rescato, para nuestro tema de hoy, lo que señala en cuanto a que pese a la valoración de la experiencia que el relato describe, hay algo hace para él “una especie de oposición que no era fácil de comprender”. “Finalmente -anota Freud- tuve que confesarme que la razón era que no me gustan esos enfermos; en efecto, me enoja, me irrita sentirlos tan lejos de mí y de todo lo que es humano. Una intolerancia sorprendente que hace de mí más bien un mal psiquiatra”.
Creo que no tenemos duda del interés de Freud por las psicosis -su obra así lo atestigua-, pero más allá de esto parece claro que para él, según lo que leemos en esta carta, la experiencia institucional de trabajo con ellos no era una posibilidad.
Recortes de una experiencia
Dos años después de graduarme como psicólogo y de haber iniciado mi primer análisis, me vinculé con el Departamento de Pediatría de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, en Medellín, en donde formé parte de lo que en ese momento se llamaba “Servicio de adolescentes” y que luego pasó a ser la “Unidad de adolescentes”
Esta facultad hace parte de una universidad pública, y tiene una larga trayectoria que la hace ser reconocida por su calidad académica y por la labor de sus diversos grupos de investigación. Las áreas clínicas de la Facultad, entre ellas el Departamento de Pediatría, tienen sus sedes en el Hospital Universitario San Vicente de Paul. El Departamento de Pediatría, específicamente, en el Hospital Infantil.
Mi vinculación fue como profesor de la Facultad, cargo que implicaba, por cuestiones de convenios interinstitucionales con el Hospital Universitario, además de las labores docentes, algunas responsabilidades asistenciales. Por conversaciones con el entonces Jefe del Departamento de Pediatría, fui asignado a trabajar con lo que se llamaba en ese entonces el “Servicio de adolescentes”.
Fue todo un desafío empezar a trabajar en la confluencia de estas dos instituciones, la Facultad de Medicina y el Hospital Universitario, ninguna de las cuales me era familiar. Y más aún, llegar a un medio en el cual el peso de la palabra y la autoridad del médico quedaban redoblados por el prestigio de la facultad y el imaginario que la institución hospitalaria en la que se desenvolvían tenían en la comunidad.
Si bien encontré en los pediatras un grupo médico en general menos hermético a la presencia de otros discursos, tuve claro desde el inicio mismo de mi experiencia que no se trataba, de ningún modo, de hacer proselitismo psicoanalítico, de evangelizar con el psicoanálisis o de encarnar la posición del Sujeto supuesto Saber. ¿Cómo crear condiciones de posibilidad para el discurso analítico, en un entorno en el que el cuerpo y las llamadas “patologías orgánicas” eran el centro indiscutible de interés y lugar para la puesta a prueba del conocimiento médico? Mi disposición fue, más bien, a partir de la integración al “Servicio de Adolescentes”, la de escuchar, preguntar, familiarizarme con las formas de hacer de los médicos. De alguna manera, fue posible establecer con los médicos del Servicio, poco a poco, lo que Eric Laurent llama “una conversación” que permitiera la instalación del Sujeto supuesto Saber, sin encarnarlo, es decir en una posición que, libre de infatuación, permitiera también la desuposición de saber.
En las instituciones del área médica se interroga al sujeto y a sus particularidades de otro modo. El sujeto se sitúa por su cuerpo y el síntoma tiene claramente el estatuto del disfuncionamiento y la queja solo se escucha y se ubica en este contexto. Una vez que oye la queja, el médico suele pasar a interrogar el cuerpo con sus instrumentos (sencillos o altamente sofisticados) y ya el sujeto no tiene nada más que decir. Su palabra es reducida al mensaje, ya que solo es oída en tanto que informa algo del cuerpo. Poder introducir otra escucha agujereaba en algo el sólido conocimiento del médico y permitía desplazar el sentido del síntoma para que el saber del paciente sobre sí, sobre su propia situación, encontrara un lugar en la relación médico-paciente.
Laurent plantea la necesidad de la “conversación” entre el psicoanalista y otros profesionales, a partir de considerar que al psicoanalista le conviene aliarse con aquellos que dentro de la salud pública luchan, como él, por construir estructuras en las que en el universal del deber ser, les hacen un lugar a algo de la singularidad.
Empecé, también, a recibir adolescentes en consulta. Algunos de ellos traídos por sus padres (generalmente por la madre) por dificultades comunes en el proceso adolescente: problemas escolares, conflictos en el entorno familiar o en las relaciones con otros… Otros, adolescentes afectados por enfermedades crónicas de diverso tipo, que comprometían en diverso grado sus posibilidades vitales.
Fue claro para mí, que de lo que se trataba era de sostener en acto la hipótesis del inconsciente, no únicamente en el abordaje con los pacientes adolescentes, sino, en especial, en el encuentro e intercambio con los médicos en torno a casos y situaciones de niños y adolescentes. También de sostenerla en el nivel epistémico, en especial en las clases que tenía a cargo con estudiantes de medicina, la mayor parte de los cuales tenían una noción muy vaga del psicoanálisis. Como señala Judith Miller, se trata de “encontrar las formulaciones accesibles para aquellos que no han leído ni una línea de Freud o de Lacan, pero a los que les avivan las ganas de ir a ver qué es lo que dicen”. Me servía en esos casos de conferencias de Miller o de otros colegas de la AMP,
Una pequeña viñeta
Un nefrólogo pediatra me invitó para trabajar con él en el área de trasplante renal, para pensar con el equipo de cirujanos algunas cuestiones relativas a la condición de los adolescentes con insuficiencia renal y candidatos a trasplante, y también acompañar a los adolescentes y a sus familias en el proceso previo, en el posoperatorio y en el seguimiento un tiempo después.
Desde el punto de vista del equipo profesional, fue contactar con un entorno en el que el prestigio que otorga lo delicado de lo que está en juego y la manipulación que se hace del cuerpo, dan a la palabra del médico un poder casi incuestionable. Aún así, la conversación y discusión con el equipo de cirujanos sobre algunos casos, en reuniones en las que participaba conjuntamente con el nefrólogo pediatra, posibilitó movilizar en algo ciertas posiciones para que la subjetividad, y especialmente la angustia del paciente, pudieran ser acogidas por el médico. Fue el caso con la situación de C.
Un adolescente de 13 años, momento crucial de la instalación de los procesos puberales y de las metamorfosis que comportan, me fue remitido por el nefrólogo pediatra, que percibía en él angustia y vacilación frente a la posibilidad del trasplante. La situación persistía pese a las cuidadosas explicaciones del médico sobre todo el proceso y a que, dentro de su condición, su situación física estaba estable. Escuchando al chico, luego de un par de entrevistas empezó a aparecer el núcleo de la situación. Aunque no le era indiferente, su angustia principal no tenía que ver con el proceso quirúrgico en sí. Lo que lo angustiaba era no saber la procedencia del órgano que le sería trasplantado: ¿Y si venía de alguien muy malo, de un criminal? ¿O si hubiera pertenecido a un alcohólico? En un momento en el que se instalaban para él los cambios propios de la pubertad, con la desestabilización que ellos inevitablemente introducen no solo a nivel de la imagen del cuerpo, sino en cuanto al goce, este chico temía albergar en su cuerpo un órgano que podría terminar por dominarlo y precipitarlo a goces excesivos y malignos. El trabajo con él posibilitó la elaboración de lo que en él hacía al goce y a los cambios del cuerpo, lo permitió que el trasplante fuera subjetivado por él de una manera diferente, y el proceso se realizó con éxito.
Finalmente, cuando pienso en retrospectiva sobre los efectos analíticos de esta experiencia, es claro que no sería exacto considerar que el Departamento de Pediatría, el Hospital Infantil o la Facultad de Medicina fueron otros como consecuencia de la misma. Parafraseando algo que plantea Eric Laurent, sin duda no se trata de los efectos analíticos para todos, sino de que algunos efectos analíticos fueran posibles para los sujetos en la institución, uno por uno.
Adolfo Ruiz