El acto analítico, que Lacan sitúa en el paso del analizante a analista, cuando el sujeto dividido pasa de ocupar el lugar de trabajo a ocupar el lugar del vacío donde se aloja el objeto a, requiere para su sostenimiento, de la certeza de un deseo por hacer existir el vacío donde surge un sujeto que sabe se hace cargo de su goce.
Además del deseo que lo habita, el analista, cuenta con un saber sobre su goce y con el saber del psicoanálisis. Este equipaje le otorga un saber-hacer, que le posibilita dejar atrás su condición de sujeto, y orientar la operación que es singular en cada caso.
El analista sabe que el sujeto que demanda salida a su angustia, llega con su deseo y su goce atrapados en el fantasma que se ha forjado para sostenerse, en el que confluyen significantes y afectos que le confieren unidad, que le dan un lugar en el Otro, y un objeto a que tapona y que es necesario remover, para hacer el vacío que libere al goce le permita un nuevo encuentro con la palabra.
Las palabras del analizante se repiten, concatenan e interrumpen, mientras el analista las corta, enfatiza, disloca, permitiendo al inconsciente aflorar, a las identificaciones caer, y al objeto a develar su intimidad con el significante que se descubre como letra-borde entre un deseo que orienta y un goce que se reitera a modo de enjambre, el cual, en su liberación, se vincula con la palabra que lo sitúa de otro modo.
Mediante la transferencia entre analista y analizante, a la vez que se logra que el inconsciente se abra, también sucede que se cierre o las pasiones del analizante perturben al analista, no solo como amor, sino como odio, e impidan al analizante perder su goce y a hacer el espacio requerido para la invención.