Lacan, en su carta a la escuela del 23 de octubre de 1980 es taxativo: “Hay reprimido. Siempre. Es irreductible”… Y aunque puede parecer obvio, el pensar que se acaba de una vez y para siempre con lo reprimido, con un análisis, es una constante que se filtra a partir de nuestra pasión por las identificaciones.
Hay situaciones en las cuales suele caer la función de analista en este adormecimiento, tienen en común el letargo de creer en una identificación: ser reconocido como analista, necesitar ser reconocido como analista: “Decir YO SOY, es una tentación permanente”[1].
Ni un final de análisis clínico, ni la nominación de AE, son remedios de una vez y para siempre para lo reprimido. Esto se sabe, pero también se actúa.
Si hay reprimido, siempre, y si un análisis produce que nos escuchemos, esto implica que no hay un conocernos de forma “integral”: hace falta volvernos no incautos de nuestras identificaciones. Insisto, si hay reprimido, siempre, un fin de análisis no puede ser prescindir del fantasma, sino estar avisado de él…lo que no quiere decir que de tanto en tanto se vuelva convincente.
La posición analizante sería en todo momento desconfiar, la duda razonable, de nuestros actos y creencias…y es aquí que necesitamos a los otros, a la escuela como la pensó Lacan: lugar donde se privilegia la pregunta de que es un analista.
Si Laurent nos indica en el tercer punto de su texto “Principios rectores del acto psicoanalítico”, que: “El psicoanalista, aclarado por la experiencia analítica sobre la naturaleza de su propio fantasma, lo tiene en cuenta y se abstiene de actuar en nombre de ese fantasma”, es porque no hay clínica psicoanalítica posible sin el trabajo constante de elaboración sobre nuestras propias creencias y entonces se vuelve imprescindible un trabajo con los otros: presentaciones clínicas, conversaciones, compartir, transmitir.
NOTAS
- Chamorro, Jorge. “La política: lapsus del deseo del analista”.