Contamos ahora con la generosa contribución de Luis Tudanca quien al leer nuestro boletín, consideró oportuno ofrecernos el tercer capítulo de su libro De lo político a lo impolítico. Una lectura del síntoma social ,* en el que plantea las diferencias entre debate, discusión y conversación, como medios o formas distintas de intercambiar ideas. Extraemos una parte del capítulo para presentarlo a continuación y más abajo encontrarán el enlace que llevará al capítulo completo a los interesados en continuar la lectura por los diversos usos de estos medios. No hay garantías y corre a cuenta del lector ―indica Tudanca― la elección de cada una de estas formas de intercambio según la ocasión que se presente.
En el extracto “La conversación permanente” leemos el recorrido que hace Tudanca por distintos autores que abordan el tema de la conversación, sus dificultades y sus consecuencias. El autor se pregunta: ¿cómo conversar? La conversación se sostiene en el malentendido como tal (y no se busca anularlo), lo que permite mantener un cierto grado de apertura en el saber. Hace falta el deseo para conversar y sostener la conversación. También el reconocimiento de la ignorancia, la tolerancia y cierto pudor. Solo así se puede sostener una posición ética que da cuenta de un bien decir.
De esta manera, y con broche de oro, finalizamos la sección que iniciamos hace 10 números dedicada a la conversación. En el siguiente boletín comenzaremos a pensar en torno a la práctica analítica y contaremos con nuevos comentarios esclarecedores sobre los problemas que se presentan en la práctica.
Volvemos a incluir la ficha de inscripción para los que todavía no la han enviado. Recuerden que solo así podrán recibir con anticipación los casos de la Conversación.
María Hortensia Cárdenas
* Tudanca, Luis, De lo político a lo impolítico. Una lectura del síntoma social, Grama, Buenos Aires, 2006.
La conversación permanente
Luis Tudanca
Se conversa con un texto, con quien lo escribió, con quien habla de ese texto, en tanto obligan, interrogan, agujerean el saber de uno.
Si el otro se hace otros, se pluraliza, no desaparece la conversación, incluso puede enriquecerse si logra sedimentar argumentos que mantengan cierto grado de apertura en el saber.
La conversación en tanto múltiple, heterogénea como aquello contrario a la voluntad de lo homogéneo, tendencia del grupo como tal, se sostiene en el malentendido sin pretensión de anularlo como tal.
La conversación se hace permanente si cada uno que participa en ella logra respetar, lo voy a decir así, algo de su etimología, que indica que dar conversación o sacar conversación implica un deseo de sostenerla.
Aún cuando se dice dejar caer una cosa en la conversación, decirla afectando aparentemente descuido, como quien no quiere la cosa, eso muestra que se introduce un tema de una manera sigilosa, con cierto pudor hacia el semejante.
Para conversar hay que querer conversar.
La conversación se sostiene en “recorridos topológicos que no quedan sin consecuencias” en tanto es esperable que “cada recorrido deje una marca en lo real que permita otros recorridos”. [1]
Sin esto no habría comunidad de trabajo, es decir lazo social, cualquiera sea.
J.-A. Miller nos enseña que la invitación que Lacan realiza a propósito del nombre del padre, servirse de…, es susceptible de una generalización por lo tanto: no es lo mismo creer en el consenso o en el disenso que servirse indistintamente de ambos según la ocasión.
Pero, aún, ¿cómo conversar?
Theodor Adorno decía que “sólo el pensamiento que se hace violencia a sí mismo es lo suficiente duro para quebrar los mitos”. [2]
La lucha contra la estupidez parcial que se encarna en cada uno, nuestra debilidad mental, necesita cierto despertar del otro.
He allí una manera. Encuentro otra en Lévi-Strauss cuando propone ser tolerante definiendo la tolerancia como una “actitud dinámica que consiste en prever, comprender y promover aquello que quiere ser” [3] preocupándose por aclarar que no se trata de una actitud contemplativa.
Quizás a la manera de Montaigne, escritor y moralista francés de siglo XVI por quien nos podemos dejar guiar en la manera de plantear una conversación, desde una posición que dista bastante de estar sostenida en una preocupación por el consenso o el disenso.
La base de la cual parte es que “estamos formados de retazos y somos de contextura tan informe y diversa, que en cada momento cada pieza juega a su modo, habiendo tanta diferencia de nosotros a nosotros mismos como de nosotros al prójimo”. [4]
Montaigne era alguien que quería limitar más que extender la opinión sobre los demás. Afirmaba: “el reconocimiento de la ignorancia me parece uno de los mejores y más seguros testimonios del buen juicio”. [5]
Para él la virtud rehúsa la compañía de la facilidad y presupone contrastes y dificultades y necesidad de que no pueda ejercerse sin contraposición. Y es una virtud la ignorancia que se conoce, se juzga, y se condena, ya que no es entera ignorancia porque para ello es menester que se ignore a sí misma.
Por ello prefería que lo contradijeran para generar conversación, aprovechando las ideas y las razones de las que se impregnaba. Bregaba por la diversidad como la más universal cualidad de todo. Decía de su propia obra que era “un registro de diversos y veleidosos accidentes y de imágenes indecisas”. [6]
Proponía como torpe querer paliar los males atacándolos de frente y da más resultado hacerlos indirectamente declinar y disiparse.
Se privaba de aceptar cosas definitivas, aceptaba las opiniones diversas, lo despertaba la contradicción en los juicios y quería que lo contradijeran para instruirse.
Es indudable que Montaigne “odiaba el todo, la infatuación, el decirlo todo”. [7] En sus ensayos muestra que cualquier afirmación o enunciado van a ser un poco verdaderos y un poco falsos, reafirmándose en esa paradoja como productiva.
Tuvo la idea de lo que Lacan luego llamó poubellication al afirmar que sus Ensayos eran “los excrementos de un espíritu viejo y, por lo tanto, ya estreñido, ya descompuesto, e indigesto siempre”. [8]
No podría dejar de mencionar la manera de Gramsci quien consideraba que había que hacer un esfuerzo por comprender lo que han querido decir los adversarios y “no detenerse maliciosamente en los significados superficiales e inmediatos de sus expresiones”. [9]
Todos estos pensadores nos muestran una dirección que es la sostenida en un bien decir. Bien decir que es un decir a medias, un decir no-todo.
Es ésta una posición ética que lleva a éste bien decir a estar gobernado por el pudor, “de no querer decirlo todo no solo por una cuestión de cálculo sino por una cuestión de estructura cuya violación solo lleva a hablar de más sin por eso decir mejor”. [10]
Si hay algo que caracteriza al pudor, es que tiene en cuenta al otro.
Conclusión: leer con pudor pero también intervenir con el máximo del bien decir que las condiciones permitan cada vez.
NOTAS
- Aramburu, Javier. “Por qué decidir por la Escuela Uno ” en El caldero de la Escuela , número 65. Buenos Aires, Argentina, 1998. Pág. 14.
- Adorno, Theodor. Dialéctica de la ilustración. Ed. Trotta. Madrid, España. 1994
- Lévi-Strauss, Claude. “Raza e historia” en Raza y cultura. Ed. Cátedra. Madrid, España. 1993
- Montaigne. Ensayos 2. Ed. Orbis. Buenos Aires, Argentina. 1984
- Montaigne. Ensayos 3. Ed. Orbis. Buenos Aires, Argentina. 1984
- Ibíd. 11.
- Indart, Juan Carlos. “Seminario sobre la lógica de la cura”. Clase número 26 del 12/11/1993. Inédito
- Ibíd. 10.
- Gramsci, Antonio. La política y el estado moderno. Ed. Planeta Agostini. Barcelona, España. 1993. Pág. 29 y 30
- Brodsky, Graciela. “La barrera del pudor” en Acerca de la ética del Psicoanálisis. Ed. Manantial. Buenos Aires, Argentina. 1990. Pág. 48.
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Ana Viganó